Cada año el cumpleaños de María Luisa, de 92 años, era una
peregrinación sagrada. Sus 12 hijos, convergían en un único punto
cósmico: su casa en Curicó.
Era aquellos tiempos donde su hogar se transformaba en un «Dulce
Caos Familiar», lleno de risas, el eco de los abrazos y el torbellino
alegre de nietos y bisnietos. Todo era predecible y cálido.
Pero entonces, en 2020, el COVID-19 llegó y con él, el encierro.
Las carreteras se vaciaron y los abrazos se convirtieron en un
recuerdo de museo. Los cumpleaños en persona eran cosa del
pasado. María Luisa, sentada en su sillón favorito, se preguntaba con
melancolía cómo podría volver a sentir la calidez de su numerosa
tribu. El silencio era el peor de los regalos.
Fue en ese momento de oscuridad que sus hijos, le presentaron en
una tablet la plataforma Zoom. El artefacto era una invitación a lo
desconocido ¿Y si tocaba el botón equivocado? ¿Y si borraba a su
familia para siempre?
Por suerte, una de sus nietas se sentó a su lado y con paciencia, le
mostró el ritual: tocar la pantalla con suavidad y hacer un «click» en ese
enlace misterioso. De repente, el hechizo se hizo realidad.
Es así como la pantalla cobró vida y se llenó de 12 ventanitas
digitales, cada una con el rostro de sus hijos, agitando las manos y
cantando a coro el feliz cumpleaños.
María Luisa se emocionó hasta las lágrimas. La tecnología no era un
monstruo; era un Portal Interdimensional del Amor. Había recuperado
a su tribu sin que nadie tuviera que moverse de su sillón.
Mientras María Luisa navegaba en esas aguas digitales, su hijo
Hernán, de 70 años, iniciaba su propia aventura.
Siendo un fiel creyente de la llamada telefónica, para él, un mensaje
escrito era una «carta sin alma». Un simple WhatsApp para sus
hermanos y fin de la transmisión.
Pero el confinamiento no tuvo piedad con nadie. La cuarentena lo
obligó a convertirse en un explorador del software. Su hija asumió el
rol de guía a través del laberinto de las aplicaciones con una sonrisa.
Con eso, rápidamente Hernán fue ascendiendo de rango. Aprendió a
activar la cámara, a silenciar el y la lección más importante: a no
hablar mientras su hermano se reía de un chiste.
De un momento a otro, el Zoom dejó de ser un monstruo desconocido
y se convirtió en su salón de reuniones personal, su café de la mañana
y su palco de cumpleaños. Había conquistado la aplicación más
temida de la pandemia.

